CAPÍTULO 2


LIS

Martes. 23:01. Madrid
Lis Vázquez estaba sentada en un taburete al fondo de la barra del bar Smok Mok, en la calle del Limón. Entró por puro azar, podría haber sido ese bar tanto como cualquier otro de los muchos que había a lo largo y ancho del céntrico barrio de Malasaña. A diferencia de la mayoría de personas, que prefieren ir a lugares donde son atendidos por su nombre, a Lis le gustaba ir saltando de un sitio a otro, buscando el anonimato.
—¿Me pones otro? —le pidió al camarero, forzando una sonrisa y levantando sutilmente el casco vacío de su tercio de cerveza. El camarero le sirvió otro tercio bien frío y retiró el anterior mientras Lis revisaba la lista de contactos en su smartphone. El primer nombre con el que titubeó fue, como siempre, Amanda, una compañera de trabajo. Recapacitó varias veces sobre si llamarla o mandarle un whatsapp hasta que finalmente arqueó el labio superior con cierto asco y siguió bajando. Se detuvo en varios contactos más, los usuales; otra compañera, antiguos amigos, algún amante, un ex, al que cotilleó la foto de perfil, y después, resignada, bloqueó el teléfono.

Respiró hondo al mismo tiempo que alzó la mirada hasta que se encontró a sí misma reflejada en el cristal de la cava de vinos. A pesar de estar distorsionada por el reflejo opaco y las botellas de vino de fondo, se veía bien. Estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta, aunque, gracias a su estilo desenfadado, aparentaba algunos años menos. Conservaba gran parte del encanto de aquella atractiva joven que fue, antes de que comenzase a pelearse con la vida, mostrando un buen aspecto sustentado por una buena genética, lápiz de labios color carmesí y un par de brochazos de tapa ojeras.
Dio un trago largo a la cerveza y cogió el móvil de nuevo, lo desbloqueó y abrió una de las varias aplicaciones de moda que tenía descargadas. Miraba con atención una y otra vez los mismos vestidos, faldas, camisetas, pantalones y zapatillas. Lo hacía en un rítmico y mecánico proceso; cada prenda era ampliada, estudiada y desechada con soltura para luego, al rato, volver a ser ampliada, estudiada y
desechada. Mientras ponía todo su enfoque en una falda larga de punto y colores otoñales que miraba por tercera vez, su móvil comenzó a sonar. En la pantalla de su smartphone apareció en letras blancas: «Diego Sempiterno». El corazón le dio un vuelco y su cuerpo se estremeció. Rápidamente silenció la llamada y le dio la vuelta al móvil dejándolo sobre la barra. «Vaya, lo mismo no es tan buena idea seguir con el mismo número de teléfono desde la universidad», pensó Lis intentando restarle importancia.
A través de sus ojos verdes, sombreados con desdén, tratando de tapar los golpes recibidos por demasiadas noches en vela, Lis echó un vistazo rápido a su alrededor en un intento por abstraer su mente y no pensar. El local estaba cálidamente iluminado por multitud de lamparitas, todas diferentes, pero insuficientes para poder fijarse bien en los detalles y empapelado con diferentes pósteres de muñecos de dibujos animados japoneses, carteles con letras chinas o japonesas —Lis no lo tenía claro—, y un colorido mural pintado a mano en la pared de enfrente de la barra con más muñecos. Después observó con atención las siluetas de los demás, encorvados sobre sus cervezas o cócteles. A Lis le gustaba hacer eso, observar sin ser observada, sentirse sola rodeada de gente —paradoja número cinco de la lista de paradojas de Lis: disfrutar de la soledad que le proporcionaba estar rodeada de desconocidos—. En un barrio que no dormía, como ella, donde nadie conoce a nadie y podías estar solo
pero acompañado, era donde Lis se sentía realmente a gusto, y por eso le encantaba vivir ahí, justo en el corazón de la gran ciudad.

«¿Qué querría?», se preguntó Lis, que no era capaz de sacarse de la cabeza la repentina llamada de Diego, pero tampoco se veía en aquel preciso momento con lo necesario para hablar con él. «Olvídalo», se respondió. Alrededor de una de las mesas altas había un grupo de hombres que charlaban distendidos que de vez en cuando la miraban. Eso le gustaba. A pesar de no haberse arreglado —vestía camisa de franela a cuadros roja ligeramente desabotonada, jeans desgastados y botines negros con
tachuelas—, aquellos hombres la miraban. Sobre todo uno de ellos, el más aparente, según Lis, que tras varias sonrisas lanzadas al aire sin encontrar réplica por parte de ella y varios intentos fallidos de contacto visual, se levantó y se le acercó.
—Hola, rubia. ¿Puedo invitarte a una cerveza? —preguntó el desconocido.
«¿Rubia?, empezamos bien», reflexionó Lis haciendo una leve mueca de aprobación, al fin y al cabo, no tenía nada mejor que hacer. Y el extraño pidió un par de tercios al camarero.
—Me llamo Manuel —dijo, acompañando el anuncio de su nombre, al que solo le faltaron fuegos artificiales, de una amplia y reluciente sonrisa.
—Lis —replicó tajante. Manuel hizo un leve gesto de acercarse para darle dos besos, pero ella se
apartó de forma sutil y le extendió la mano para eludir el intento de acercamiento.
«Pobre», pensó Lis. Manuel reaccionó rápido para no parecer sorprendido y le extendió la mano también.
—Curioso nombre —apuntó Manuel, acompañando de nuevo su comentario, que creía jocoso, con su amplia sonrisa de anuncio de dentífrico mientras intentaba alargar el apretón de manos.
—No todos tenemos el honor de tener un nombre que está en el top five de los nombres más usados del país como tú. —El intercambio de golpes no había hecho más que empezar y ya le había dejado tocado en el primer asalto. «Relaja, Lis», se dijo a sí misma mientras le devolvía la sonrisa y le retiraba la mano.
—Touché. —Manuel inspiró y volvió a sonreír, esta vez más levemente.

El camarero dejó los tercios sobre la barra y Manuel pagó en el momento. Esto le dio unos segundos para rearmarse y volver a intentar acercarse a Lis, aunque empezaba a sentir que no iba a ser tarea fácil conocerla.
—La vuelta para ti —le dijo al camarero antes de regresar a Lis con lo primero que le vino a la cabeza—. Y ¿a qué te dedicas?
Lis echó una ojeada rápida y disimulada a Manuel. El firstscan, como ella solía decir. «Treinta y tantos, deportista. No parece muy listo, pero tiene buen cuerpo. Cerveza gratis. Le falla el perfume, espero que no sea Old Spice. Venga, juguemos», se animó a sí misma, aunque era consciente de que en condiciones normales ya se habría desecho de él, pero en aquel momento, después de la llamada de Diego, prefería que estuviera ahí con ella, distrayéndola. «Pero primero necesito beber», se dijo Lis, y dio un trago largo a la cerveza.
—Soy periodista —le contestó al fin.
—¿En serio? Qué chulo. ¿Algo que haya podido leer?
«¿Ha dicho “qué chulo”? ¿Seguimos en parvulitos?», recapituló incrédula Lis.
—¿Tú lees?
—Touché otra vez. ¿No me vas a dar un respiro?
—En la guerra no hay respiros —repuso irónica brindando al aire.
El móvil de Lis volvió a sonar, en la pantalla de su smartphone apareció de nuevo en letras blancas: «Diego Sempiterno». Silenció la llamada y dejó el móvil caer sobre la barra. «¿A qué viene de repente esta insistencia?», se preguntó nerviosa. Inspiró hondo y dio otro trago largo de cerveza. Dejó el casco vacío a un lado y cogió el de invitación. Manuel buscó mediante rápidas interconexiones en su cerebro una respuesta locuaz e interesante, al menos algo gracioso que decir, y entonces pasó lo
que ningún hombre quiere que pase en los primeros cinco minutos de conversación con una desconocida a la que intenta cortejar: el silencio incómodo.

—Estás muy solicitada, ¿eh? —soltó Manuel a modo de broma para romperlo.
Resulta curioso cómo la vida se va construyendo poco a poco con las decisiones que tomamos. Si Manuel, que había visto quien la llamaba, hubiera optado por hablar del pueblo de Sempiterno, que conocía y que le desagradaba tanto como a Lis, y no de Diego, quizás hubieran tenido un punto en común del que partir. Un nexo por el que empezar una conversación. Criticar juntos algo que no les gustaba les hubiera dado pie, muy probablemente, a otro punto en común y ese segundo quizás a
un tercero y así sucesivamente hasta, quién sabe, casarse, tener hijos, morir juntos…
O al menos compartir su calor aquella misma noche. Pero no, Manuel prefirió hacer una afirmación fácil, inmiscuyéndose en la vida personal de alguien que no conocía.
—Más bien algunos hombres sois demasiado insistentes —y sonrió.
Lis se quedó callada, intentaba no pensar en el porqué de aquellas llamadas y se esforzó en intentar divertirse, aunque fuera con aquel espécimen.
—Venga, sonríe, Profidén. ¡Selfi! —Lis cogió su móvil, activó la cámara frontal y, sin dar tiempo a Manuel para comprender lo que estaba pasando, se hizo una foto con él.
—¿He hecho algo bien? —preguntó Manuel sorprendido mientras Lis comprobaba la foto y la guardaba.
—Las cazas al vuelo, tigre.
—¿Lo haces para recordarme? —y la sonrisa de Manuel entró en escena de nuevo.
—¿Eres siempre igual de elocuente? —le contestó irónicamente Lis con otra pregunta mientras mandaba la foto a Amanda.
—Creo que no tanto como para no dejar de intentarlo un poco más contigo.
—Manuel no tenía ni idea de lo que significaba «elocuente» y al instante el tontómetro de Lis hizo saltar las alarmas de rechazo.
El móvil volvió a sonar. Lis giró el móvil, era Diego de nuevo. Por tercera vez.
—Qué insistencia, debes tenerlo loquito.
«Definitivamente es tonto de narices», pensó Lis, y llegó la hora de zanjar aquella bonita historia.
—¿Me disculpas? —le sonrió con ironía Lis—, tengo que contestar esta llamada, es superimportante —dijo dando un mayor énfasis al «súper…».
Manuel cogió su tercio de cerveza y le hizo un gesto de despedida para volver a la mesa con sus amigos con la marca de la derrota en la cara.
—Por cierto, ¿qué perfume usas? —le preguntó Lis a Manuel mientras este se dirigía hacia sus compañeros, que lo miraban sabedores de su derrota por la expresión de su cara.
Manuel se giró.
—Old Spice.
—Entiendo, puedes seguir yéndote, esta ventanilla está cerrada. Puedes probar en la siguiente. Gracias. —Acto seguido, Lis descolgó—. Me has llamado tres veces en menos de quince minutos, ¿debo preocuparme y llamar a la Policía?
—preguntó con total naturalidad, como si no hubieran pasado cerca de quince años desde la última vez que hablaron. Lis estaba realmente nerviosa por hablar con Diego de nuevo, pero bajo ningún concepto iba a permitir que se notara, y por ello adoptó una actitud agresiva desde el principio.
—No, no. Disculpa. Es que… —titubeó Diego.
—Recapitulemos. Tuvimos un… ¿rollo de adolescentes?, hace ¿cuánto?,¿quince años? Eras muy mono y, aunque el don de la palabra no era tu fuerte, algo que últimamente parece estar de moda entre tus congéneres, estuvo divertido. He de reconocer que lo pasamos bien aquellos años y bla, bla, bla, pero no tengo ningún interés en volver a verte, y mucho menos en acostarme contigo de nuevo. Se hizo un silencio incómodo entre ambos. Lis no sabía muy bien por qué le había soltado todo aquello, pero estaba nerviosa, muy nerviosa.

—No, no te llamaba por nada de eso —titubeó Diego de nuevo, que estaba totalmente descolocado tratando de asimilar todo lo que Lis le acababa de soltar.
—Entonces, ¿por qué me llamas repetidamente un lunes a las… —Lis miró la hora en la pantalla de su teléfono móvil y continuó— … once y media de la noche?
—La verdad es que no tenía muy claro si llamarte, y más después de tanto tiempo.
Diego hizo una pausa, estaba nervioso también. No sabía ni por dónde empezar, a pesar de haber estado preparando su discurso durante un buen rato antes de llamarla.
—Tengo lío, estoy con unos amigos. No puede ser tan complicado, tú puedes.
—Lis hablaba rápido, con ganas de saber lo antes posible qué quería y colgar.
—A ver, no es fácil de explicar. —«Puf, empezamos bien», pensó Lis—. Bueno. Verás, trabajo como repartidor en una empresa que comercializa y distribuye productos alimenticios.
—Aja, qué interesante. Sí.
—Bueno, sé que va a sonar raro pero, por favor, escúchame —continuó Diego—. Esta mañana a primera hora tenía que entregar un pedido en una carnicería de aquí, en Sempiterno. Cuando fui, estaba cerrada y tenía un cartel que ponía «cerrado por vacaciones». Abel, el dueño de la carnicería, es alguien muy metódico, jamás haría un pedido para entregar en un día concreto si tenía pensado irse de vacaciones.
—Al grano, gracias.
—Sí, perdona —continuó Diego—. Entonces decidí ir a su casa para entregarle el pedido, vive justo encima de la carnicería, pero tampoco había nadie en su casa. Volví a intentarlo en su casa esta tarde a última hora y, aunque nadie contestó, estoy seguro de que había alguien detrás de la puerta. Escuché sonidos de pisadas y vi cómo alguien me miraba a través de la mirilla.
—Qué inquietante —ironizó Lis.
—Un momento, por favor, déjame terminar. —Diego se puso más nervioso. Se le había olvidado lo difícil que podía llegar a hablar con Lis—. Pensarás que estoy loco, pero algo similar pasó hace unos años con otro cliente. Intenté varias veces entregarle el pedido en su casa y juro que había alguien dentro. Y, de repente, ese hombre desapareció. Nunca más se supo de él. Y antes de que me sueltes algún chiste de los tu yos, hay algo más. En ambas casas había dibujado un símbolo con tiza sobre el marco de la puerta, no muy grande, una especie de cruz con cuatro cruces más pequeñas en cada uno de los cuatro huecos. La primera vez no le di importancia, pero ahora veo que quizás tenga relación. Lis se tomó un momento para madurar un poco lo que Diego le acababa de contar.
—Bueno, quizás deberías ir a la Policía.
—Ya lo intenté. Se lo dije a Zabala, no sé si te acuerdas —«¿Zabala?, ¿el musculitos? ¿Ahora es policía? Vaya», interconectó Lis—, pero no ve ninguna relación ni nada por lo que alarmarse. Pero estoy seguro de que hay una conexión. Al menos, no me digas que no es… —se dio unos segundos para continuar— extraño. Los mismos patrones, el mismo símbolo —resumió. Lis no contestó, algo de aquella historia la per turbó. Se quedó callada, dándole vueltas a lo que Diego le acababa de contar—.
Piénsalo, por favor. Solo te pido eso. Sé que eres periodista, quizás puedas investigarlo un poco por tu cuenta, por si acaso. El hombre que desapareció se llamaba Vicente, era un agente de seguros. Quizás no sea nada, pero quién sabe.
Piénsalo.

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